Al mandar el pasado post empecé a recordar algunos momentos que pudieran compararse a ese 28 de enero de 2007, cuando los Tigres remontaron un marcador adverso de 7 carreras en un noveno inning para coronarse Campeones ante Magallanes en Maracay.
El 5 de diciembre de 1998, un día antes que Chávez ganara las elecciones a Salas Römer, mi humor no era el mejor. Aun con una gran preocupación por el futuro de mi país –con solo 18 años- decidí dar un paseo por el Centro Comercial Parque Aragua con mi familia.
Mi sobrinita vino de Caracas a visitarme. Ella y yo pasábamos mucho tiempo juntos, jugando como niños. Ella, con un año y ocho meses, ya decía “Papá”, “Mamá”, “Abue”, pero no decía Tío. Dicen que la razón era porque en aquella época yo tenía el cabello largo a lo Trent Reznor de la época, con barba gótica y demás.
Sí, estaba molesto por muchas cosas. En bachillerato todo el mundo me sacaba el culo, el primer candidato a la presidencia por el cual iba a votar iba a perder y no tenía novia. Pero con mi sobrina yo era distinto, ponía voz de niño y pasaba horas brindándole mi atención.
Ella empezó a mecerse en un caballito de juguete y yo la acompañé hasta que uno de los empleados de la tienda nos pidió que no jugáramos con la utilería –creo que era Maxis-. La llevé a los brazos de su abuela y ella empezó a repetirle varias veces la palabra Tío, hasta que finalmente la dijo.
Ese día me marcó para toda la vida, más allá de ayudarme a sobrellevar los resultados electorales del día siguiente. La palabra le gustó y no paraba de decirla. Un día su abuela paterna le preguntó ¿Y cómo se llama tu tío? A lo que respondió “Tío”.
Ella es, junto a mi fanatismo al béisbol, los únicos afectos seguros que tengo en este mundo. Me siento orgulloso de haber sido protagonista de su infancia que se extingue para transformarse en una adolescente. Ese 5 de diciembre fue, sin duda, el día más feliz de mi vida.
El 5 de diciembre de 1998, un día antes que Chávez ganara las elecciones a Salas Römer, mi humor no era el mejor. Aun con una gran preocupación por el futuro de mi país –con solo 18 años- decidí dar un paseo por el Centro Comercial Parque Aragua con mi familia.
Mi sobrinita vino de Caracas a visitarme. Ella y yo pasábamos mucho tiempo juntos, jugando como niños. Ella, con un año y ocho meses, ya decía “Papá”, “Mamá”, “Abue”, pero no decía Tío. Dicen que la razón era porque en aquella época yo tenía el cabello largo a lo Trent Reznor de la época, con barba gótica y demás.
Sí, estaba molesto por muchas cosas. En bachillerato todo el mundo me sacaba el culo, el primer candidato a la presidencia por el cual iba a votar iba a perder y no tenía novia. Pero con mi sobrina yo era distinto, ponía voz de niño y pasaba horas brindándole mi atención.
Ella empezó a mecerse en un caballito de juguete y yo la acompañé hasta que uno de los empleados de la tienda nos pidió que no jugáramos con la utilería –creo que era Maxis-. La llevé a los brazos de su abuela y ella empezó a repetirle varias veces la palabra Tío, hasta que finalmente la dijo.
Ese día me marcó para toda la vida, más allá de ayudarme a sobrellevar los resultados electorales del día siguiente. La palabra le gustó y no paraba de decirla. Un día su abuela paterna le preguntó ¿Y cómo se llama tu tío? A lo que respondió “Tío”.
Ella es, junto a mi fanatismo al béisbol, los únicos afectos seguros que tengo en este mundo. Me siento orgulloso de haber sido protagonista de su infancia que se extingue para transformarse en una adolescente. Ese 5 de diciembre fue, sin duda, el día más feliz de mi vida.
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