domingo, 12 de abril de 2009

Especial en los Andes. Parte I




El Tigre, el Toro y el miedo

A diferencia de mi travesía a la Gran Sabana, no realicé este viaje con la intensión de conocer la razón de las arrecheras hacia mi mamá, o por qué no puedo pasar más de 3 días con mi hermana sin criticar sus actitudes neuróticas aprendidas de nuestra progenitora, o por qué carrizo quiero tanto a mi sobrina. Fui a los Andes porque mi hermana me invitó, y porque su camioneta se dañó. Por tanto, Kacito asumió el reto de subir a más de 3.150 metros sobre el nivel del mar y a echarse más de 33 horas de camino en 3 de los 5 días de travesía.

Recuerdo de niño que en mi familia siempre me tildaban de patuleco. Es decir, una mezcla de “cagao” con “torpe” y demás. Viví en este viaje dos momentos verdaderamente tensos.
El penúltimo día fuimos a un parque temático de Mérida llamado Eco Wild. Hay llamas, caballos, motos, carritos de golf y hasta tractores para recorrer una finca de cría de ovejas Truchas, Moras y Rosas. La entrada sólo te da el derecho a montarte en el “Toro Mecánico”. Sí, soy masoquista e inmediatamente me anoté en la atracción y así recibir un gran coñazo en la espalda o un brazo. A todas estas mi sobrinita dijo “bravo tío”.
Raquel –Mamá- dijo “No Jorge, te puedes caer y joderte un brazo o una pierna ¿Quién coño manejará?” y mi hermana le causó gracia la posibilidad. Un chamo, como de 100 kilos, se montó primero que yo, y al primer movimiento vertical del aparato se machucó una bola, y salió cojeando. En ese momento lo pensé dos veces.
Luego mi sobrina se montó en un columpio de bungies y me sentí cobarde. Vi a otros chamos montarse en el Toro y caer como en ESPN, pero sin joderse. Me armé de valor y me monté en la puta máquina, y mi hermana se prestó a tomarme una foto con mi cámara digital Sony recién comprada en BsF. 400.
El muchacho que maneja el Toro me dijo que buscara caer de lado, porque si caía de frente podía desnucarme. También confirmó mi temor que el toro no para sino hasta que te caes.
El Toro se movió hacia los lados y no pasó nada. Cuando empezó a balancearse verticalmente sentí la dificultad del asunto. Al segundo movimiento perdí el control de las riendas y casi caigo de boca. Pedí que detuvieran el Toro para no caer de cabeza. “Páralo, páralo, páralo”, y salí renqueando. Me jodí un músculo de una pierna y parte de la espalda. Hasta mi sobrina me chalequeó.
Raque dijo “Yo lo conozco sabía que no lo iba a hacer”. Es decir, para ella no fue importante agarrar el valor de montarme en un aparato que igual solo se iba a detener cuando me diera un coñazo, sino que “fracasé” porque aguanté un giro más que el chamo papeado que se machucó una bola.

En el viaje de regreso a Maracay se me fueron los frenos. Mi hermana entró en histeria. Es insoportable, se parece a Raquel. Sin embargo, en esta oportunidad Raquel se comportó como madre y me dio consejos para que mis frenos volvieran a responder, mientras bajaba en primera y segunda. Finalizamos la vuelta al Páramo en 4 horas y media, cuando en el viaje de ida lo hice en 4.

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