lunes, 17 de noviembre de 2008

Entre Punda y Otrabanda

Willemstad.- Hace mucho, mucho tiempo -es decir que no fue el viernes de la semana pasada- decidí emprender un reportaje sobre lo que todo el mundo hace, pero nadie puede comentar en Venezuela. Porque es demasiado extraño que en un país con tanta pobreza haya tantos turistas visitando el extranjero.
La primera aventura que voy a narrar ocurrió el penúltimo día en mi expedición a Curazao. Un amigo, a quien llamaré “El Maestro”, viajó conmigo y con su prima para Curazao, con la finalidad de hacer “lo que todo el mundo hace, pero nadie lo puede decir”. Él no consiguió boleto aéreo para que yo me regresara con ellos, y por eso me quedé un día más solo en la capital del Dutch Caribean.
Alquilamos un carro Mitsubishi Lancer por 50 dólares el día, el cual quedó pago luego que les dejé en el aeropuerto. Yo me estaba quedando en una casa en “Santa Rosa”, sector cercano al aeropuerto, que curiosamente confundí con el nombre de “Santa María”. Fui a Punda respetando el límite de velocidad, en perfecto estado de sobriedad y con el cinturón de seguridad puesto –lo último siempre lo hago en Venezuela-. Caminé por sus calles, tomé algunas fotos y almorcé en un restaurante por 14 dólares.
El centro de Willemstad está dividido por un canal por donde pasan barcos hacia una refinería venezolana. Cada una se sus partes se llaman Punda y Otrabanda. Existe un enorme puente que une a la isla y por el cual es necesario pasar para llegar a la casa que alquilé. “El Maestro” no me dejó manejar mientras estuve con él, y tuve la impresión que la vía hacia el aeropuerto era en dirección a Punda, y no hacia Otrabanda.
Pasé el resto de la tarde en un acuario y me perdí camino de regreso, porque me dirigía hacia “Santa Rosa”, pasando por Punda. Por obra y gracia del espíritu santo logre llegar a un Best Buy donde trabaja un chino-venezolano a quien llamaremos “Manolo”, quien me explicó que la vía hacia la casa era en dirección a Otrabanda, y no a Punda.
Yo no le creí y volví a tomar dirección a Punda. Regresé no sé cómo, pero ya el chino se había ido. Me auxilió un maracucho y su hermana, quienes me convencieron de una buena vez que yo me estaba quedando en “Santa María”, dirección Otrabanda. Llegué a la casa e inmediatamente devolví el carro. De verdad me asusté mucho. Gracias a Dios eso ocurrió hace mucho tiempo, es decir, que no fue el viernes pasado.

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