jueves, 10 de septiembre de 2009

La señora Cristina / No me digan que los médicos se fueron…


Estaba en deuda desde hace unas semanas. Prometí –al aire, quizás- escribir sobre la muerte de mi abuela. Bueno, de mi abuela.
Nació en Barbacoas, en unas tierras llamadas “Chocolate”, ubicadas más al sur del estado Aragua. Tenía 12 años menos que mi abuelo. Tuvo 4 hijos y dos nietos.
Era el alma de la casa, sobre todo para joderle la vida al resto de la familia. En su casa, como en casa de llanero, vivieron cualquier cantidad de personas, entre primos, compadres, vecinos de años, que se quedaban meses o años, muchas veces sin aportar ni medio a la casa. De por vida vivieron más de 100 personas ahí, y simultáneamente más de 20, en una casita de la urbanización La Barraca de 4 cuartos.
Ella fue la “relacionista público” de la familia. Le encantaba hablar por teléfono. Cuando murió mi abuelo, el velorio parecía un “Tigres Magallanes” por la concentración de gente. Ese día conocí a un gentío que resultaron ser de una u otra vía primos.
Cuando yo tenía 3 años ella sufrió un infarto. Ese día dejó de fumar. Vivió 26 años después de esa decisión.
Su muerte
Además de su fallita en el corazón, ella era diabética, se le diagnosticó cáncer en un seno hace una década y sus últimos años los vivió con Alzhéimer. Desde hace 3 años no sabía quién era yo.
Dos semanas antes de morir se cayó, lo cual le fracturó una de sus piernas y dejó de caminar. Durante ese tiempo la ayudamos a bañar y vestir. Tres días antes de, empezó a sentirse muy mal. Tenía un aumento de la glicemia -disculpen mi ignorancia médica- lo cual poco a poco le causó un estado de inconsciencia que yo –disculpen de nuevo mi ignorancia médica- calificaría como un “coma diabético”.
48 horas para el olvido
El show comenzó el jueves, cuando llamamos a una ambulancia. Una doctora a domicilio nos pidió que la internáramos de emergencia. Luego de 3 horas mentándole la madre a los operadores del 171, llegó el automóvil para el traslado de enfermos.
Los enfermeros nos pidieron que no la internáramos en el Seguro Social o el Hospital Central, porque estaban colapsados. Esa recomendación la rectificaron cuando midieron los niveles de glicemia de mi abuela. La llevamos al hospital del Seguro Social de San José porque no estaba asegurada.
Los camilleros le reservaron una camilla, pero se la tuvimos que ceder a un niño de 12 años que llegó tiroteado. Cuando lo vi por el pasillo trasladado en brazos de un señor –porque no había sillas de ruedas- ya estaba muerto. Sin embargo hicieron lo que pudieron para revivierle. A mi abuela le colocaron una solución para bajar la glicemia –creo que con potasio- en un diván de un consultorio.
A las 3 horas nos pidieron que la trasladáramos a otro centro asistencial, porque ahí estaban colapsados y ellos no querían que muriera en el consultorio. Luego de esperar por horas a una ambulancia, la misma gente del Seguro Social –que nos estaba corriendo- nos prestaron la ambulancia –que estuvo todo el tiempo apagada en el estacionamiento del centro asistencial- para llevarla al Hospital Central.
Llegamos a la emergencia del hospital. Debo hacer un paréntesis para reconocer que en ambos centros asistenciales se han hecho importantes trabajos de infraestructura, claro, sin suficientes camas, ya que en 10 años parece que a nuestro país no le ha entrado suficiente plata como para hacer otro hospital del tamaño del Central de Maracay.
El panorama era dantesco. Cuando estuve recorriendo la ciudad para encontrar una ambulancia para mi abuela, llegué a la sede del 171 en Las Ballenas. Ahí había no menos de 8 ambulancias, de las cuales ninguna servía. Las dos operativas estaban buscando a unos muchachos que chocaron “picando cauchos” en la Casanova Godoy, y por supuesto, con copilotos y pasajeros. Lo primero que vi en la emergencia fue a los muchachos coñaceados, y a una morenita bien bonita, de 18 o 20 años, que le iban a amputar las piernas.
Gracias a uno de los camilleros, llamado Gustavo, en menos de dos horas le hicimos a mi abuela las radiografías, exámenes de sangre y hasta le colocaron un yeso. A pesar de la acción pertinente de ese ángel de la guarda, mi abuela pasó una noche horrible, entre que la montábamos en los aparatos para hacer los exámenes y el dolor que le causó cuando le colocaron el yeso. A las 5am ya estaba de vuelta en el Seguro Social, con yeso y todo.
En la mañana nos comunicamos con la doctora que la había atendido 12 horas antes. Ella habló con el director del hospital para que le asignaran una cama. Mientras salía algún paciente de alta, ella estuvo hasta las 5 de la tarde en un limpio pasillo de la emergencia, en una camillita. Allí la limpiamos y la atendimos, frente a todo el que pasara. En ese tiempo ni siquiera le inyectaron un suero.
Cuando le asignaron una cama, yo me encontraba en la “casa de la abuela” durmiendo. Mi tía comió y se preparaba para otra noche en vela. Minutos antes de llegar a hacer el cambio de guardia, a Raquel –mi mamá- la hicieron salir de la emergencia para colocar los tratamientos a los pacientes –teníamos que usar mascarillas para entrar por un alerta de AH1N1-. Antes de llegar, mi tía me decía que cómo íbamos a hacer para llevarla el lunes al traumatólogo a que le quitaran el yeso… yo le respondí que mi abuela se iba a morir hoy.
La dejé en la puerta del Seguro. Estacioné el carro. Cuando entré a la emergencia mi tía me llamo y me dijo “Mi mamá está muerta”. Efectivamente la montaron en una cama, le pusieron un suero y no se dieron cuenta que ya había pasado al otro lado.
Durante esas horas tuve prendido el teléfono del trabajo. Hubo dos personas que me llamaron para que solucionara algún problema, a quienes no atendí y respondí por texto que no me llamaran. Uno de ellos me armó un peo cuando me encontraba con Raquel en la morgue. Los restos de la viejita se encontraban al lado de un mendigo al cual habían descuartizado. Los policías dejaron el cadáver en la puerta del hospital. El hedor no era normal.
De no ser por Moralinda, la primera noche del velorio la hubiera pasado solo. Al día siguiente miré con tristeza que la funeraria se encontraba casi vacía. Me preguntaba quién coño me iba a ayudar a levantar la urna. Llamé a un amigo a quien llamo “Ramón Alberto” y apareció mi jefe. Llegaron viejitos de muchos lados de Guárico que se enteraron de la noticia. A las 2 de la tarde enterramos el cuerpo en la fosa donde se encuentra mi abuelo y una tía. Esa parte del cementerio se encuentra especialmente descuidada, lo cual causó en mí una mayor indignación.
Fueron dos días horribles. Dormí 14 horas y al día siguiente fui a jugar softbol con mis panas del AFTA. Cometí muchos errores, tal vez porque mis pensamientos se enfocaron en las carencias de la salud pública venezolana, la cual Oliver Stone debe calificar en su documental sobre el gobierno nacional como “de vanguardia internacional”.

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