Escuchar es un ejercicio válido para quien ve con rareza e
incluso miedo las reacciones exageradas ante la muerte del Presidente. Para una
parte del país es difícil entender cómo nace un ícono y cómo es tan necesario
para lograr que una sociedad alcance una madurez política.
Como la mayoría de los venezolanos conocí a Hugo Chávez un 4
de febrero de 1992. Mi mamá estaba siendo operada de la columna y cuando lo vio
en la televisión, pensó que era un golpe de Estado en Nicaragua o producto de
los sedantes. Yo era un niño de 11 años con una precoz curiosidad por la
izquierda, alimentada por las lecturas de Mafalda y mi poca empatía con los
religiosos de mi colegio católico.
Pero también tuve una especial empatía con Rafael Caldera,
tercer venezolano más importante del Siglo XX según encuesta realizada en 1999 –ganada
por José Gregorio Hernández-. Caldera y Aristóbulo Istúriz fueron los únicos
políticos que supieron entender el sentimiento de la sociedad hacia la
intentona golpista. Yo también le agarré afecto a Chávez. Quien me conoce, se
cagaría de las risas.
En 1997 me preparaba para ejercer el voto por primera vez.
La enorme ingobernabilidad del gobierno de Caldera, producto de la implosión de
los partidos políticos, el ejemplo de Fujimori y el cinismo de los políticos
fue el caldo de cultivo para que la sociedad venezolana buscara un cambio
radical. Yo en cambio entendí mucho las explicaciones que daba Teodoro Petkoff
como ministro de Cordiplan sobre su Agenda Venezuela, cuando cualquier persona
podía comprar una divisa americana en una casa de cambio con un previo del barril
de petróleo a 6 dólares. Hoy con el barril a más de 100, tienes que enfermarte,
estudiar o viajar para acceder a una moneda extranjera.
En esa época entendí que a través de la descentralización se
podían resolver los problemas de la gente de manera más efectiva y que promover
al capital privado del país crearías crecimiento y bienestar. Por supuesto todo
esto con un plan de obras públicas a lo Pérez Jiménez. Eran demasiadas ideas de
avanzada para un chamo de 17 años y para una sociedad precoz que no entendía
que al menos la mitad del país estaba pelando bolas.
Cuando Chávez dijo que quería lanzarse a la Presidencia no
dudé en pensar que era una locura y que nos llevaría al atraso. 14 años después
puedo decir que tuve razón en lo económico, pero a veces para avanzar hay que
retroceder. El tiempo de Dios es perfecto y todas las experiencias que vivimos ocurren
por algo.
Los primeros 8 años de la presidencia de Chávez tuve suficientes
experiencias como para agarrarle arrechera. Perdí mi primer empleo, olí gas del
bueno, me robaron en mi casa cuando recogía firmas en su contra, pasé dos años
desempleado, fui rechazado de empresas del Estado por haber firmado –cuyas citas
de trabajo conseguí gracias a amigos chavistas-, descubrí que las leyes se las
aplican a los empresarios enemigos del proceso y no a todos por igual, y conocí
a oportunistas, rateros y vividores del Estado. Ese chavismo es despreciable
incluso por las mismas personas que hoy acompañaron al féretro del Presidente
en una caminata de 7 kilómetros hasta su capilla ardiente.
Pero en los últimos seis años me convertí en un activo
nacionalizado, durante la desorganizada política de expansión del Estado
promovida en el año 2007, luego de la derrota de Manuel Rosales. Durante este tiempo
he compartido con Consejos Comunales y comunidades desasistidas. Al verme con
mi uniforme rojo, la gente se abre conmigo y me comenta sus problemas, no muy
distintos a las quejas de la derecha en Globovision y Twitter.
Quien me conoce me pregunta ¿Y cómo haces tú para escribir
noticias buenas de este gobierno? A lo que respondo: Yo no miento cuando escribo
en una noticia que una madre del estado Cojedes está feliz porque su hijo
recibió una Canaimita.
También he sido testigo del engaño, del sádico juego del
odio y el resentimiento social, expresiones xenofóbicas de amigos inteligentes
tan absurdas como la de cualquier sifrino descerebrado “del Este del Este” de
Caracas, justo cuando acaba de comprar su pasaje a Miami o Madrid sin retorno,
para “Irse demasiado”. Contra ese legado de Chávez hay que luchar, teniendo en
cuenta que “para ayer es tarde”.
Hoy Hugo Chávez es una leyenda, nuestro “Pancho Villa” del
siglo XXI, que paradójicamente nunca intentó invadir al imperio e incluso fue
un seguro proveedor de combustible de los tanques que según la prensa alternativa
“asesinaban” a niños afganos, iraquíes o libios. Es un Perón con el carisma de
Evita, un Gaitán que no fue asesinado –al menos con una teoría lógica- y que deja
a una América Latina tal vez sin un rumbo claro al progreso, pero sí con mucha
personalidad.
En lo personal te perdono todo lo malo que me hiciste a mí y
a mí familia, al resentimiento que dejaste en Venezuela que nos perseguirá por
años, como un alerta para no olvidar más nunca a los más necesitados. Extrañaré
tus chistes en las cadenas, tu informalidad y sinceridad, que solo será
coronada si deciden enterrarte en el solar de la casa de tu madre y no en el Panteón
Nacional. Solo la historia le permitirá a las generaciones futuras dar un justo
valor a tu gobierno.
Y yo también te pido disculpas por haber vivido en tu tiempo
y no convertirme en un rival que te hiciera rectificar tantas cosas malas, tanta
maldad hacia personas como Franklin Brito o la jueza Afiuni, también por las
veces que me dejé convencer por el discurso del odio y finalmente por no hacer
escuchar mis críticas cuando me tocó formar parte de tu gobierno.
Gabriel García Márquez describió a Chávez como lo más
parecido a un venezolano. Su ranchera preferida “No soy monedita de oro pa’
caerles bien a todos, así nací y así soy, si no me quieres ni modo”, es en lo
que más me parezco a ti.
Votaré por Capriles, pero aprovecho esta pausa en esta
lucha para reconocer lo importante de tu figura. Descanse en paz Presidente, usted y Venezuela se
lo merecen.
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