El común piensa que la soltería es una condición de felicidad perenne y por un lado sí lo es, pero por el otro puede ser una pesadilla y un difícil estado de mantener si vives en un país en el que el matrimonio es la primera regla moral (seguido del divorcio, que es la segunda). La cosa es que en esta sociedad, un soltero de treinta y tantos años es tan raro y despierta tanta suspicacia como alguien que va a la playa un martes. A medida que camina por la calle y se desenvuelve en su entorno, es blanco de ataques públicos de moralidad que en el fondo esconden una profunda envidia por su estado.
En mi caso, la gente te critica, pero a la misma vez te admira. Es como el viejo que odia a los hippies, pero en secreto recuerda con nostalgia cuando fumaba marihuana. El soltero treintañero se llega a convertir como en una especie de Súperman que nunca se puede transformar en Clark Kent. La gente no te encuentra esa otra identidad nerd para sentirse superior a ti y mejor consigo mismos. Por tanto, se molesta.
Es por eso que comienzan con los argumentos moralistas de poco sustento: “Ya está bueno de tanta guachafita… tienes que enseriarte”. Y si eso no funciona, acuden al as biológico que tienen bajo la manga: “Estás en la edad perfecta para tener chamos… Todavía tienes la energía para soportarlos… Después vas a estar muy viejo”.
Si no te logran meter en el carril con esos argumentos, te aplican el embargo cubano: o a tus amigos casados ya no los dejan salir como antes… o las esposas les prohíben expresamente salir contigo porque pasaste a ser clasificado como “mala junta”. Sin embargo, tus amigos casados logran escaparse y cuando salen con uno pasan dos cosas: o están muy cansados o se derrapan cual locos sobrepasando incluso lo que tú realmente haces como soltero; lo cual te hace sentir como cuando eras adolescente y llegaba un viejo a dárselas de chamo para socializar. Tú sabías que ya no le quedaba bien pues había traspasado el umbral.
Si nada de esto funciona, te aplican lo que viene a significar la estocada letal para un país latinoamericano cubierto por el manto del machismo: aseguran que eres gay (y no tengo nada contra ellos, pero no lo soy). Ésta suele ser la más fuerte y la que aplican en casos extremos de los que te enteras por “error”. Como el día en el que la conserje de mi edificio me confesó que los vecinos piensan que yo soy porque no me he casado aún, porque “qué es eso de no estar casado a estas alturas”. Sin embargo, cuando finalmente aceptan que estás soltero, la conciencia no los deja tranquilos hasta no hacerte la última pregunta para asegurar que eres normal: “¿Pero tú al menos tienes relaciones, verdad?” Les respondes que sí y se calman.
¿Cambiar de estatus? No sé. Viendo las realidades de muchos matrimonios, pocas son las ganas que me dejan de asumir ese compromiso. Pero como escribo esto mientras es día del padre, me imagino que él, al leer esto, quizás me diga: “Mira carajito, yo sacrifiqué la guachafita de mi soltería para que ahora tú estés disfrutando de la tuya… no seas tan egoísta y permite que otro viva esa felicidad”. A lo mejor mi estatus tendrá que cambiar… pero de momento, no.
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