Por Jorge Montenegro
Al referirse a la
Ciencia, el ensayista Ronald H. Fritze en su obra
“Conocimiento inventado”, dijo:
“Se funda en que sus autores sitúan el prejuicio antes del conocimiento.
Es decir, creen saber previamente lo que ocurrió y van en busca de las pruebas;
de manera consecuente, desecharán todo lo que contradiga sus hipótesis y
utilizarán todo lo que pueda respaldarlas, aunque se trate de otras
afirmaciones voluntaristas. A la inversa, un historiador serio va en busca del
conocimiento y coteja, compara y pondera todas las evidencias disponibles,
conduzcan por un camino totalmente inesperado”.
Tal vez en esta interpretación encontramos la razón por la cual la
ciencia ha avanzado tanto en los últimos 500 años con relación a los siglos con
vida humana en el planeta. La ciencia la desarrollan los científicos, los
científicos son humanos y los humanos tienen prejuicios”.
Hoy en día, con una sociedad que entiende a la religión como parte de su
riqueza espiritual y a la ciencia, ya no como una enemiga de Dios, sino como
una fuente de nuevas interrogantes, pareciera haber dejado la ceguera
paradigmática que impedía dar la razón a científicos como Galileo Galilei. El
ego, como parte del ser humano, ya no es parte de los teólogos ni de los
hombres de Dios, solo de los tontos.
¿Pero esto implica que en esta sociedad, conectada a través de Internet,
sea víctima de conductas aprendidas? La comunicación social, la psicología y la
sociología son el día a día en la identificación de marca –publicidad- y la
política –propaganda-, por lo cual el ser humano tiene el reto de ser su propio
editor y su propio “censor” de lo que percibe a través de sus cinco sentidos.
Reconocer cuándo una conducta es aprendida y cuándo las decisiones son
tomadas a propia voluntad, ya no es una característica de un investigador sino
del ser humano, inmerso en una Noosfera ya no llena de prejuicios sino de
ventanas y opciones, de productos y marcas, presentadas sin algún tipo de
ingenuidad.
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